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    He parpadeado.

    Usualmente toma apenas una décima de segundo parpadear; a lo sumo cinco milisegundos más. Y así las cosas, en mi fracción de un instante, han pasado más de 650 días desde la última publicación en “A Fuego Lento”, haciendo así justo honor al nombre de mi blog desde el 2005.

    Cuando compartí “Mi cierre de campaña” en septiembre del 2022, concluí con una frase simple y despreocupada: “Este es mi cierre de campaña más de seis meses después, positivo y optimista, personalmente feliz por la vida así como profundamente agradecido. Seguimos “A Fuego Lento”.

    Hoy propongo celebrar las oportunidades bien aprovechadas, las búsquedas intencionales por nuevas posibilidades y compartirles haber descubierto Quintessa en Napa Valley, como traje a medida para esta publicación, de la mano cálida y cariñosa de sus fundadores: Valeria y Agustín Hunéeus.

    Y así las cosas, sin más palabras por ahora, avancemos hacia lo que nos espera.

    Somos protagonistas de nuestra propia vida

    Inevitablemente. Necesariamente.

    Así es: cada uno de nosotros es el actor principal de su vida. Irremediablemente y sin escapatoria. Ya sea como heroínas o villanos, nadie cumple un papel secundario en su vida. No existe una salida de emergencia ni mucho menos un atajo escondido; nuestra travesía es única y personal, ni ajena ni prestada.

    En su obra “The End of the Road” (1958), John Barth, novelista y cuentista norteamericano escribe: “Everyone is necessarily the hero of his own life story.” Y coincido: todos somos necesariamente protagonistas de nuestra propia historia. Esta idea me parece fértil para aceptar con alegría un desafío personal. Se sabe que Charles Dickens, en su novela David Copperfield(1850), se planteó este dilema al preguntarse si el protagonista era el héroe de su propia vida. Otro autor que contribuyó al concepto es Joseph Campbell, escritor y mitólogo estadounidense, quien desde su obra El héroe de las mil caras (1949) explora cómo las historias y mitos de diferentes culturas comparten una estructura fundamentalmente similar, siendo que cada persona vive su “aventura heroica” y, por ende, es protagonista de su propia historia.

    Estas referencias aportan a la construcción de esa creencia que defiende que todos somos los protagonistas de nuestra propia vida, lo que implica que nuestras elecciones y perspectivas dan forma a nuestro viaje personal, como si fuéramos los héroes o heroínas en una narrativa única y significativa.

    Como mencioné anteriormente, ¿cuál es el desafío que esto implica? ¿Por qué esta observación se traduce en un desafío personal? En primer lugar, porque implica aceptarlo. No faltarán quienes acusen este concepto de narcisista y centrado en el ego. Sin embargo, recuerdo la revelación inspiradora que fue enfrentarme a esta idea por primera vez, ya que nunca pretendí ser el actor principal de ninguna película. Ahora entiendo que es absoluta y completamente incuestionable, y acepto cumplir con este papel estelar. ¿Y tú? Este concepto implícitamente nos desafía a convertir nuestra historia en algo que realmente valga la pena contar.

    ¿Cómo quiero ser recordado? ¿Qué historia se contará de mi vida? ¿Qué impacto quiero durante mi paso temporal por este mundo? ¿Qué huella dejarán mis pasos por la vida? ¿Quién deseo ser aquí y ahora? ¿Cuál será mi legado? Hace algunos años escribí sobre el guion de nuestras vidas, proponiendo escribirlo y vivirlo de manera que sea extraordinariamente personal. Después de todo, en las lápidas se suele marcar el año de nacimiento y el de fallecimiento con un guion en medio. Sin planteárselo, ¿esa rayita representa nuestra vida? En español curiosamente se llama “guion”, lo que me lleva a pensar que casualmente refleja la misma idea: somos protagonistas de nuestro propio guion.

    De forma tal que así, como se hace en la producción de una película, que no se diga más: ¡Silencio en el set! ¡Sonido! ¡Luces! ¡Cámara! ¡Acción!

    La diferencia entre suerte y serendipia

    Hay personas con suerte. Solo que algunas personas parecieran haberla tenido en abundancia, no solo una vez, sino muchas. ¿Será cierto? ¿Qué diría Elon Musk de su suerte? O, ¿Paravarotti de su voz?

    En diversas fuentes confiables, como Gramophone, se relata un episodio del gran tenor que ilustra bien este tema. Una vez, alguien lo felicitó por la maravillosa voz que Dios le había dado. Pavarotti aceptó el cumplido con gracia y elegancia, pero añadió algo importante: “Sí, Dios me dio esta voz, pero fueron años de práctica y trabajo duro los que la hicieron lo que es hoy.”

    De todas las definiciones de suerte, me gusta una que se atribuye a diferentes personas, desde Séneca hasta Steven Spielberg, que dice algo así en diferentes versiones: “La suerte es cuando la preparación se encuentra con la oportunidad”. No obstante, también prefiero mi versión: “suerte es una oportunidad bien aprovechada”. No obstante, la definición más comúnmente aceptada es que la suerte es la secuencia de eventos considerada como fortuita o casual. Por otro lado, me inclino más hacia el concepto de serendipia, que se define como un hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual. Se dice también que la serendipia se refiere a descubrimientos o hallazgos afortunados que ocurren de manera accidental mientras se busca algo diferente.

    El primer encuentro europeo con las tierras del Nuevo Mundo en 1492 liderado por Cristóbal Colón fue serendipia. Buscaba las Indias. El descubrimiento de la penicilina por Alexander Fleming en 1928 fue serendipia. Investigaba las propiedades antibacterianas de diversas sustancias. El horno de microondas, inventado por Percy Spencer en 1945, también fue resultado de una serendipia. Mientras trabajaba con un magnetrón de radar en 1945, notó que se le derretía una barra de chocolate en su bolsillo. Podríamos enumerar muchos otros ejemplos de serendipia. Lo que todos estos y otros casos tienen en común es que ocurrieron en el contexto de una intención racional de descubrir algo. En todas estas historias reales había una búsqueda deliberada o una investigación, mezclada con una pasión que podría describirse como una combinación emocionante de amor y locura.

    Por todo esto, defiendo la idea de que la serendipia debe ser intencional. En 2014, escribí en mi blog sobre la importancia de crear condiciones y circunstancias que propicien descubrimientos o hallazgos inesperados. Para encontrar la tierra prometida, a veces hay que buscar fuera de las zonas de confort, incluso si eso implica caminar durante cuarenta años por el desierto.

    Aunque la serendipia clásica se refiere a resultados accidentales al buscar algo diferente, la serendipia intencional sugiere ser deliberados y crear condiciones propicias para la exploración. Es decir, debemos diseñar conscientemente movimientos que generen el ambiente, las conexiones y las circunstancias que induzcan la serendipia.

    Como Cristiano Ronaldo dijo recientemente: “El talento sin trabajo es nada”. En una versión adaptada y ficticia, posiblemente añadiría: “¿Querés suerte? Te recomiendo entrenar hasta el agotamiento, buscarla y trabajar duro hasta lograrla. Por supuesto, es exactamente lo que requiere el éxito”.

    En resumen, aspirar a descubrimientos innovadores y exitosos requiere procesos deliberados porque, a veces, los descubrimientos más importantes surgen de oportunidades inesperadas y conexiones fortuitas.

    La culminación de una fabulosa travesía en Quintessa

    La historia de Quintessa y los Huneeus no es solo la narrativa de un viñedo excepcional en Napa Valley, sino un testimonio viviente de cómo la dedicación y la pasión pueden transformar sueños en realidad.

    A través de los años, Valeria y Agustín han tejido una obra maestra vitivinícola así como empresarial, donde cada vino no es solo el resultado de condiciones geográficas perfectas, sino también fruto del compromiso incansable con la excelencia. Está a la vista por todas partes.

    Agustín, a sus 91 años, nos recibió con una calidez que me ha marcado profundamente. Junto a Valeria, prepararon una deliciosa sopa de lentejas y compartieron con nosotros una distendida conversación. Había llegado hasta su hogar por mi entrañable amigo, Nicolás Shea, un extraordinario del que hablaremos más adelante. Al día siguiente, Agustín nos sorprendió nuevamente al preparar huevos fritos con maestría y elegancia, demostrando su amor por la vida y por cada detalle en Quintessa. Desde su experiencia global en Concha y Toro hasta su contribución a Seagram’s, Agustín ha marcado huella en la industria del vino por su visión y tenacidad.

    Valeria, PhD en microbiología y arquitecta principal de Quintessa, ha sido una fuerza palpitante y crucial detrás del éxito del viñedo. Su habilidad para combinar ciencia y arte ha sido fundamental para crear un entorno donde la tierra y la vid prosperan en armonía. Cada botella de Quintessa es el resultado de la dedicación meticulosa de esta pareja y de su profundo respeto por la naturaleza y la comunidad.

    En aquella breve estancia en Quintessa de unas 20 horas, pude presenciar no solo la belleza del paisaje y la elegancia de sus vinos, sino también el calor humano y la generosidad de sus creadores. Cada detalle en Quintessa respira una historia de búsqueda constante de armonía, paz y perfección.

    Al contemplar las colinas y el lago que abrazan los viñedos, me di cuenta de que la verdadera suerte y serendipia no son simples casualidades, sino el resultado de años de trabajo apasionado y visión clara. Valeria y Agustín no solo han creado un vino excepcional, sino que han modelado una filosofía de vida que celebra la conexión profunda entre el arte, la naturaleza y la comunidad.

    En una conversación telefónica con Agustín de ayer, me contaba una anécdota, y abro comillas: “Estoy a unos 20 minutos del Bay Bridge para pasar de Napa a San Francisco. Voy tranquilamente en el auto, y al preparar el pago me percato que dejé mi billetera en Quintessa. Y sé que cuando llegas sin plata al pago, te llevan a otra caseta. Así me dije: «Voy de cabeza a un problema grave, no llevo licencia, y esto va a estar complicado». Me preparo en la cola del toll para dar una explicación. Y luego al llegar con la señorita, me dice «pase adelante que el auto que venía adelante pagó por Usted». Y hasta ahí puedo llegar con la historia, pues no sé nada más que lo que te cuento”.

               Suerte o serendipia, alguien que conocía a Agustín le vio en el auto atrás de la fila. Y como un detalle de su parte, en cortesía y buena onda, le pagó el peaje sin imaginarse el alivio que regalaría y la sorpresa tan feliz que entregaría. Yo pienso que en efecto se recoge lo que se siembra, y por esto, alguna buena acción fue retribuida en el momento más oportuno.
    
               Me decía ayer Agustín: “Muchas cosas así me han pasado, y me pregunto si eso es serendipia”. Y como quien no se percata en el momento de la dimensión y potencia de la idea que estaba por compartirme, me agregó su dicho favorito: “Si quieres hacer reir a Dios, cuéntale tus planes”. Y ya casi al final de nuestra amena y cariñosa conversación concluyó: “La vida es una selección entre las alternativas que te presenta la vida”.Desde la firma del primer contrato hasta cada cosecha anual, Quintessa es el resultado de una búsqueda implacable de calidad y autenticidad. Cada botella cuenta una historia única en cada sorbo, reflejando la dedicación y la maestría de sus creadores. El legado de Valeria y Agustín en Quintessa perdurará como un faro de inspiración recordándonos que, en este viaje llamado vida, cada uno de nosotros tiene el poder de ser protagonista de nuestra propia historia y de influir positivamente en el mundo que nos rodea.
    

    Menos visible está en ellos el arte del desapego. Han dejado ir no una, sino muchas veces. Solo por mencionar una: dejar atrás Chile. Significó desapegarse de su país de origen, su carrera inicial allí y, seguramente, dejar atrás muchas conexiones personales y profesionales que tenían establecidas. El desapego en este contexto podría haber sido tanto emocional como físico, al tener que dejar atrás su vida conocida en busca de nuevas oportunidades y seguridad.

    Así como los viñedos de Quintessa se funden armoniosamente con el paisaje de Napa Valley, la vida de Valeria y Agustín Huneeus se entrelaza con el corazón de quienes tienen el privilegio de visitar y disfrutar de sus creaciones. Su legado no solo está en el vino rico, complejo y de sedosa presencia que producen con gran esmero, sino en su ejemplo personal y de cómo la pasión, la perseverancia y el amor por lo que se hace, pueden crear un impacto perdurable en la historia y en las vidas de quienes los rodean.

    Queridos Vale y Cucho: por siempre estaré agradecido. Y a vos, Nicolas Shea, por haberme invitado a esta visita que se transformó en huella profunda en el corazón.

    ¡Salud!

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    Los ingresos que tenemos nos dan para lo básico pero no alcanzan para pagar los 90mil que pide el banco en un solo pago. Significa que estamos contra el reloj y después de intentarlo todo y en mi desesperación he decidido abrir este canal para lograr este objetivo que es importante para mi y mi familia. Mí esposa y yo somos personas de bien, buenos padres, buenos amigos, no le hacemos daño a nadie. . Mis hijos una niña de 10 y un niño de 13 son buenos estudiantes, solidarios, respetuosos y dedicados. No les hemos dicho lo que está pasando, por eso por ahora hemos decidido ocultar nuestra identidad por lo que te pido me comprendas.

    Agradezco tu tiempo y el esfuerzo. Síguemos en youtube, comparte y reproduce nuestros videos. Esta es nuestra realidad, nuestra lucha diaria. Cuento contigo para que

    SALIDA

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    Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales), guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia. Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura, pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes que fuese demasiado tarde. Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso. Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos. Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad. Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene: —Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo. Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados. —¿Estás seguro? Asentí. —Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado. Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco. Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza. —No está aquí. Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa. Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina para ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre. Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía: —Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol? Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar. (Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios. Aparte de eso, todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en voz alta, me desvelaba en seguida.) Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo, casi al lado nuestro. No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada. —Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo. —¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente. —No, nada. Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora. Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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